Bajo una noche estrellada.
Con este magnánimo testigo privilegiado volvieron a removerse mis foros
internos para divagar y bucear de pensamiento en pensamiento, como un insecto,
que vuela de flor en flor, para deleitarse con néctares de primera clase. Pero
esta vez mi charla íntima tuvo otros derroteros, con matices inesperados, llenos éstos de un
cariz positivo y sosegado… que no acostumbrado a tenerlos, los degusté
doblemente.
Luna menguante reinando un firmamento repleto de tintineantes
luceros. Bajo ese paraguas me encontraba, en un campo apartado de la común
civilización. Y ahí nace, mientras las estrellas y yo intercambiábamos
cómplices miradas, sensaciones vivificantes que ya ni recordaba. En ese lugar,
durante el intervalo de algo menos que un rato pero más que un instante… fui
consciente de que allí “estaba”. Sí, parece absurdo y de lógica infantil…
Estar, estaba, ¿obvio no? Pues no lo es tanto. Me encontraba en un lugar de
encanto, tras muchos meses sin salir, y sin ánimos de hacerlo, de esas cuatro
paredes cimentadas de lo que comúnmente llamamos hogar, aunque para mi tienen
un significado más presidiario.
Y puede “estar” durante tiempo, más de un día completo, y lo
más sorprendente fue que pude hacerlo sin que mi mente me insistiera imperiosamente en que debía irme a ese “hogar”
por mi propio bien, ese bien que ninguno sabemos cuál es realmente, pero al que
nos aferramos como si nuestra vida dependiera de ello. ¡Ya sabéis de lo que
hablo! Y más sorpresivo fue el hecho de que pude hacerlo sin esas amigas
inseparables que aturden a nuestro común monstruo…los ansiolíticos. Y no porque
conscientemente reusara de ellos, sino porque mi loca cabeza se olvidó de
cogerlos, quizá borracha por el nerviosismo del previo viaje. Que si bien fue
muy corto, apenas 15 minutos, era un viaje al fin y al cabo, y eso a quienes
padecemos agorafobia nos es más que suficiente.
Esa droga duerme monstruos fue sustituida por la grata
compañía de dos personas, que con su afán y nobleza, me hicieron olvidar por un
día todos los padecimientos rutinarios que esa enemiga intima ata a fuego a
nuestras ánimas ya de por sí maltrechas. Por un día, por una velada, pude
degustar de lo que son las cosas importantes de la vida, las cosas pequeñas,
sin sentir el frio tacto de los grilletes y cadenas que amordazan con fuerza
toda esperanza de escapar de ellas.
Y sí, sé que este mágico suceso, aunque para mí signifique un
gran logro por insignificante pueda parecer, no es sinónimo de que todo empieza
a recuperarse y que dejó atrás estos años de penurias. Ya vengo de vuelta de
estas cosas, y como alumno aventajado en estas lides, soy consciente que en
esta lucha no hay treguas… No porque no haya intentado mil veces ondear la
bandera de la paz… Todos sabemos que esta mala bicha no da salvoconductos ni
concesiones, y las nubes negras seguirán llegando por el horizonte de mi ser.
Pero durante un día, conseguí despejarlas con el mejor de los soles… ¡con las
más espléndidas de las estrellas!
Otra de las sensaciones que me inundaron fue causada por la
contemplación astronómica que ese cielo azabache adornaba con sus micro luces.
Y me paré a pensar en el lado físico de lo que avistaba. No me interesaba la
extensión del universo, ni la formación de los planetas, ni siquiera lo
minúsculo que somos ante tan gigantesco océano celeste. Tampoco me visitó la
visión metafísica. No me interesaba si aquello o lo otro era obra de un ser
superior o divino, si fue creado o fruto de combinaciones casuales de elementos
químicos. No. Lo que más me apabulló fue la insondable armonía que la conjunción
del lugar, del momento, del aroma del aire y la tierra unida a esa cúspide
vestida de inmensidad traían cual presente a los más profundos recovecos de mi
alma. Pues esa armonía no sólo insuflaba oxígeno, sino también paz y serenidad sin
igual.
Pero de nuevo me encuentro ante la rutina diaria. De nuevo
intentar cruzar las barreras cotidianas que se dan en tan pocos metros
cuadrados. De nuevo las palpitaciones, la intranquilidad, los movimientos
descompasados de un corazón torpe nervioso sin saber por qué… De nuevo
atrincherado para evitar no sé qué cosas, pero mi interior se impone
irracionalmente en ese imperioso mandato. De nuevo la soledad apabullante que
mina el ánima mientras el mundo sigue girando mientras mi órbita sigue
hierática, inmóvil, con sabor a hiel. De nuevo expectante a la espera del
siguiente zarpazo vital, que como buena acosadora, la agorafobia, realizará
cuánto menos lo espere…
Aquella soledad celeste,
plácida y serena, viene a ser sustituida por esta soledad inerte que exaspera y
adormece, que atemora y postra cualquier esencia vital que desee resurgir de su
impuesto letargo. Y me veo, cruel paradoja, deseando estar solo. Sí, suena a
locura… ¡Buscar aquello que supuestamente se ha de huir! Pero la soledad
añorada es esa que me trajo por un instante paz. Me dio la armonía que tanto
anhelaba… tan falta en esta vida rota, despedazada. Pero sólo llega esa soledad
amarga, la del común diario, de la que lamentablemente estoy tan acostumbrado.
Pero tengo tiempo. Por desgracia es lo que más me sobra. Y seguiré esperando,
mientras sigo sorteando las tempestades, a ser visitado nuevamente por esa paz
que tanto necesito. Como veis, y siempre digo: La vida es una paradoja, con
pinceladas de ironía. Pero al menos, por unos momentos, pude disfrutar bajo una
noche estrellada.