martes, 23 de septiembre de 2014

UNAS HORAS DE LAURA



El otoño impetuoso hacía acto de presencia en los primeros días de un octubre lluvioso. La aciaga noche iluminaba de cuando en cuando el dormitorio de Laura con los improvisados relámpagos que una cerrada tormenta otorgaba para establecer mayor impresión de su fuerza y carácter. Pero los truenos lejanos de unos cielos inquietos no importunaban a la joven, pues su mente era perturbada por monstruos mucho más feroces. Acompañando a esas luces intermitentes a capricho de una tempestad nocturna, el porta velas equipado con su pequeño cirio, contribuía con su luz tintineante a iluminar la estancia y el rostro de una insomne mujer a la cual la electricidad ya le estaba negada. La noche no era muy distinta a otras, pero el coro exterior de una sinfonía de vientos imperiosos, el trompetear de las rabiosas nubes junto con el constante suicidio del agua contra el suelo, hacían que los pensamientos insidiosos que a Laura mortificaban, fueran incluso más pesados y cargantes en su ánima ya de por sí desgastada.
        Era el trigésimo cuarto otoño que Laura vivía, o más bien sufría. Se casó joven y con la misma prontitud el destino le dio la viudedad. Y ese mismo sino indolente, siniestro y pérfido, le arrebató mediante un cáncer la fecundidad y la posibilidad de llenar su espacio vital como mujer. Aunque de forma paradójica, lo que un día fue una página negra de su vida, se convertía hoy en cierto consuelo por los avatares que la joven atravesaba en la actualidad. Los cuales, ciertamente, no eran baladí. Así, sentada en la cama y con la almohada de reposacabezas, su mente viaja al pasado para intentar deleitarse con lo que un día fue, pero esos pensamientos se volvían efímeros como los momentos que retrotraían, para instalarse la crudeza de un presente que ni la perenne tormenta noctámbula podía ensombrecer.
        Su mirada perdida se detenía un instante en el caer de la cera, que se tornaba líquida para la propia subsistencia de una tímida llama en una vela envejecida. En ese mismo instante, el brillo tenue que de allí emanaba, dibujaba el camino cuasi serpenteante de una furtiva lágrima que bajaba por la triste faz de una cansada Laura. Pues lo que en principio era una simple flama de un apagado anaranjado, era el mejor reflejo de su antojosa vida. El temor de la joven, por días producido, no era en absoluto infundado. Se sentía como esa vela, como esa diminuta llama que apenas alumbraba una cuarta parte de su dormitorio. El sobrevivir de dicho lucero abocaba a un fin cierto… su propio fin. Pues se alimentaba de aquello que la mantenía, y cuyo sustento conducía, con dolor a quemado, a sucumbir a una muerte segura cuando la mecha no tuviese más sostén. En definitiva así era su vida, triste y dolorosa. Cómo ya definía dicho candil, Laura era llevada a la prehistoria evolutiva,  ya que el corte de luz por incapacidad de pago se produjo no hace muchos días.
En la misma mesita de noche reposaba insidiosa una carta de desahucio, que no por mucho leer encontraba modo de revertir lo allí expuesto. Sus jóvenes actitudes y su fuerza académica eran inútiles para encontrar un mínimo trabajo que paliase no solamente eso, sino el hambre que arrastraba, pues el banco de alimento al que acudía quincenalmente le daba para una cruda y pésima supervivencia física, y aún así, estaba agradecida… De otro modo la inanición ya la habría visitado en esa cama casi convertida en mortaja. Los miedos se amontonaban cada noche en su alma y en su cabeza sin necesidad de dormir para vivenciar pesadillas. ¿Cómo podría salir de ese particular laberinto, del cual y en cualquier momento podría salir un mítico minotauro para acabar de una vez por todas con su maltrecha existencia? ¿Cómo apartar ese cáliz de amargas hieles? ¿Cómo poder contemplar un futuro si en su haber solo existe un funesto y aplastante presente, cuyo único horizonte avistado es aún más negro que las borrascas internas que destrozan sus entrañas a su paso?
Todas esas inquietantes interrogantes martirizaban a Laura, y acontecían en su pensamiento en eterno bucle como si de una tortura se tratase. Pero de ellas, una prevalecía sobre las demás, contribuyendo a que el camino marcado por una anterior lagrima, fuera sendero ahora de un caudal de ellas, arquetipo claro del diluviar que se producía en el exterior. ¿Dónde están quienes estaban? ¿Dónde se encuentran aquellos que un día la sonreían, mas ahora sólo quedaba su incomprensible ausencia? Y en esos momentos de filosofía personal al coro de tragedia griega plagado por incomprensión, tristeza, desazón, apatía, desesperación… se unía una paradoja compañía, la soledad. Una afilada espada, fría en acero y helada en compasión, se introducía en lo más profundo de su corazón dando la más cruel de las estocadas. Y tras el desasosiego de preguntas, llegaron un sinfín de respuestas, cada cual menos alentadora. La felicidad es tan solo un invento para intentar dar sentido a una vida que nunca la tuvo, o como mucho, enmascarar como concepto positivo lo que meramente es un acto de pura supervivencia, aderezando esto último y quitarle tal tristeza. La solidaridad un elemento ausente, sólo otorgado si tienes como pagarla en un hipotético futuro. La empatía… en fin, otro vocablo que ocupaba espacio en el diccionario pero cuyo valor y significado no estaban en uso. Y de este modo Laura pasaba lista a tantos y tantos sustantivos que perdían sentido según el estado en el que uno se encontrara: amistad, caridad, justicia, igualdad…
La tormenta exterior seguía vigorosa, y Laura, rodeada de una atmósfera de un patente claroscuro, continuaba con la suya propia. Mientras ella y la tímida vela esperaban la llegada de un alba gris, acorde no sólo con la noche tempestuosa, sino con la más desanimada de las existencias. Un día más para que el sufrimiento siguiera con su maquiavélico juego consumiendo cada sentido de la joven, por sí misma desechada. Pues parecía una cruel ironía lo que la vida le iba dando a Laura. Parecía que en aquella noche su alma ascendió a los cielos para mostrar físicamente con la tormenta producida, el más arduo de los lamentos y el más desconsolado de los lloros que ella misma atravesaba.
Amanecía en gris para Laura con la única compañía de un hilo de humo de una vela desgastada, impregnado la estancia con su característico olor. A Laura ya solo le quedaba, después de su particular noche de infiernos, una última pregunta sin respuesta. ¿Cuándo dejó el hombre de ser humano?

Soy  hombre y me llamo Laura. Quienes lean esto, con seguridad muchos se llamarán Laura. Otros tantos no querrán ver a Laura. No muchos menos no les importará un ápice quién leñes es Laura. Y de entre ellos, algunos les importará un bledo Laura. Pues tantas y tantas Lauras son, en definitiva, el producto de una sociedad impasible y egoísta, de una humanidad deshumanizada. Donde el valor de la persona radica en su utilidad, perdiendo de este modo ser un bien único por el simple hecho de serlo. Donde el lenguaje se ha prostituido dando paso al imperio del ego, la avaricia, la injusticia y la utilización pragmática del otro para fines lucrativos. Donde cuando creen que no sirves acabas en el basurero social cual clínex usado. Donde la nobleza perdió su sitio, quedando postergada al más cruel de los olvidos. Donde el hombre, en su historia, ganó al mundo animal. Pues se hizo salvaje, pues sobre todo era capaz de conseguir lo que cualquier manada de cuadrúpedos nunca haría… Devorar a su propia especie.
Pues a todos quienes no os llamáis Laura… o simplemente ni os importa… No os daría unas horas con Laura. Os ofrecería algo mucho mejor: “unas horas de Laura”.

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