sábado, 7 de noviembre de 2015

BAJO UNA NOCHE ESTRELLADA.



      Bajo una noche estrellada. Con este magnánimo testigo privilegiado volvieron a removerse mis foros internos para divagar y bucear de pensamiento en pensamiento, como un insecto, que vuela de flor en flor, para deleitarse con néctares de primera clase. Pero esta vez mi charla íntima tuvo otros derroteros,  con matices inesperados, llenos éstos de un cariz positivo y sosegado… que no acostumbrado a tenerlos, los degusté doblemente.
        Luna menguante reinando un firmamento repleto de tintineantes luceros. Bajo ese paraguas me encontraba, en un campo apartado de la común civilización. Y ahí nace, mientras las estrellas y yo intercambiábamos cómplices miradas, sensaciones vivificantes que ya ni recordaba. En ese lugar, durante el intervalo de algo menos que un rato pero más que un instante… fui consciente de que allí “estaba”. Sí, parece absurdo y de lógica infantil… Estar, estaba, ¿obvio no? Pues no lo es tanto. Me encontraba en un lugar de encanto, tras muchos meses sin salir, y sin ánimos de hacerlo, de esas cuatro paredes cimentadas de lo que comúnmente llamamos hogar, aunque para mi tienen un significado más presidiario.
        Y puede “estar” durante tiempo, más de un día completo, y lo más sorprendente fue que pude hacerlo sin que mi mente me insistiera  imperiosamente en que debía irme a ese “hogar” por mi propio bien, ese bien que ninguno sabemos cuál es realmente, pero al que nos aferramos como si nuestra vida dependiera de ello. ¡Ya sabéis de lo que hablo! Y más sorpresivo fue el hecho de que pude hacerlo sin esas amigas inseparables que aturden a nuestro común monstruo…los ansiolíticos. Y no porque conscientemente reusara de ellos, sino porque mi loca cabeza se olvidó de cogerlos, quizá borracha por el nerviosismo del previo viaje. Que si bien fue muy corto, apenas 15 minutos, era un viaje al fin y al cabo, y eso a quienes padecemos agorafobia nos es más que suficiente.
        Esa droga duerme monstruos fue sustituida por la grata compañía de dos personas, que con su afán y nobleza, me hicieron olvidar por un día todos los padecimientos rutinarios que esa enemiga intima ata a fuego a nuestras ánimas ya de por sí maltrechas. Por un día, por una velada, pude degustar de lo que son las cosas importantes de la vida, las cosas pequeñas, sin sentir el frio tacto de los grilletes y cadenas que amordazan con fuerza toda esperanza de escapar de ellas.
        Y sí, sé que este mágico suceso, aunque para mí signifique un gran logro por insignificante pueda parecer, no es sinónimo de que todo empieza a recuperarse y que dejó atrás estos años de penurias. Ya vengo de vuelta de estas cosas, y como alumno aventajado en estas lides, soy consciente que en esta lucha no hay treguas… No porque no haya intentado mil veces ondear la bandera de la paz… Todos sabemos que esta mala bicha no da salvoconductos ni concesiones, y las nubes negras seguirán llegando por el horizonte de mi ser. Pero durante un día, conseguí despejarlas con el mejor de los soles… ¡con las más espléndidas de las estrellas!
        Otra de las sensaciones que me inundaron fue causada por la contemplación astronómica que ese cielo azabache adornaba con sus micro luces. Y me paré a pensar en el lado físico de lo que avistaba. No me interesaba la extensión del universo, ni la formación de los planetas, ni siquiera lo minúsculo que somos ante tan gigantesco océano celeste. Tampoco me visitó la visión metafísica. No me interesaba si aquello o lo otro era obra de un ser superior o divino, si fue creado o fruto de combinaciones casuales de elementos químicos. No. Lo que más me apabulló fue la insondable armonía que la conjunción del lugar, del momento, del aroma del aire y la tierra unida a esa cúspide vestida de inmensidad traían cual presente a los más profundos recovecos de mi alma. Pues esa armonía no sólo insuflaba  oxígeno, sino también paz y serenidad sin igual.
        Pero de nuevo me encuentro ante la rutina diaria. De nuevo intentar cruzar las barreras cotidianas que se dan en tan pocos metros cuadrados. De nuevo las palpitaciones, la intranquilidad, los movimientos descompasados de un corazón torpe nervioso sin saber por qué… De nuevo atrincherado para evitar no sé qué cosas, pero mi interior se impone irracionalmente en ese imperioso mandato. De nuevo la soledad apabullante que mina el ánima mientras el mundo sigue girando mientras mi órbita sigue hierática, inmóvil, con sabor a hiel. De nuevo expectante a la espera del siguiente zarpazo vital, que como buena acosadora, la agorafobia, realizará cuánto menos lo espere…
Aquella soledad celeste, plácida y serena, viene a ser sustituida por esta soledad inerte que exaspera y adormece, que atemora y postra cualquier esencia vital que desee resurgir de su impuesto letargo. Y me veo, cruel paradoja, deseando estar solo. Sí, suena a locura… ¡Buscar aquello que supuestamente se ha de huir! Pero la soledad añorada es esa que me trajo por un instante paz. Me dio la armonía que tanto anhelaba… tan falta en esta vida rota, despedazada. Pero sólo llega esa soledad amarga, la del común diario, de la que lamentablemente estoy tan acostumbrado. Pero tengo tiempo. Por desgracia es lo que más me sobra. Y seguiré esperando, mientras sigo sorteando las tempestades, a ser visitado nuevamente por esa paz que tanto necesito. Como veis, y siempre digo: La vida es una paradoja, con pinceladas de ironía. Pero al menos, por unos momentos, pude disfrutar bajo una noche estrellada.