No quedaba mucho para que el reloj marcara las
nueve de la mañana. Rosa cogía apresuradamente su viejo abrigo y se dispuso a
salir a la calle con una premura vital. A sus treinta y seis años de edad y
madre de dos niños, padeció la desgracia dos años atrás con la muerte de su
marido. Pero su luto no duró mucho tiempo, no podía permitirse llevarlo
mientras el hambre y la injusticia estaban instaladas por su entonces hogar.
Sin trabajo y aunque con una preparación académica excelente, las puertas
laborales siempre las encontraba cerradas, cosa que de forma irremediable
condujo al consiguiente desahucio y a marchar de nuevo a la casa de sus
ancianos padres. Éstos disponían de una modesta pensión que apenas daba para
sufragar los gastos más corrientes y menos para alimentar cinco bocas y las
necesidades más esenciales de sus dos nietos. Esas circunstancias, y no otras,
eran las que apremiaban a Rosa en su salida callejera, pues el banco de
alimentos cerraba en poco menos de una hora.
El día
se tornaba a frío y su reutilizada vestimenta hacía lo que podía para detener
las embestidas de tal hecho meteorológico, no siempre consiguiéndolo. Su rápido caminar hacia el almacén en cuestión no
detenía su único momento en el que su familia no la veía y podía de algún modo
desahogarse de las presiones y estreses diarios. Sus mejillas rosadas por el
frio, no eran detenimiento para el curso de las cientos de lágrimas que emanaba
de sus ojos, y se deslizaban por su cara como si de un caudaloso río se
tratase. El desconsuelo, la desazón, la falta de esperanzas y la depresión más
hiriente eran la jaula donde Rosa se encontraba hacía ya no sabe cuánto. Y en
su deambular, mientras sus orbes oculares se derretían por su tristeza, siempre
pululaban en su mente los mismos pensamientos, tratando de analizar la misma
realidad día tras día, sin encontrar nunca una respuesta o solución posible. No
comprendía cómo había terminado sufriendo los avatares que la acompañaban cual
lapa pegada en su alma. Su vida fue normal, acomodada, sin estridencias pero
sin necesidades. Una vida cargada de sueños y de futuro. Y todo, de la noche a
la mañana, se había marchado por el sumidero gracias a lo que muchos llamaban crisis. La pobreza se había adueñado de
su existencia, pero no de su intelecto. ¿Por qué le llaman crisis a lo que es
manifiestamente un ataque para sumir en la miseria a las buenas gentes,
honradas y trabajadoras, mientras los mismos continúan con sus grandes
beneficios y sin apenas observar la realidad de las personas comunes desde las
cristaleras de sus grandes yates o mansiones? –se preguntaba interiormente
Rosa–.
Continuaba
con su caminar hacia el destino previsto y saludaba a los vecinos que se encontraba por
aquel barrio obrero en donde residía, los cuales compartían en su gran mayoría
los mismos males o situaciones similares. Mientras, sus pensamientos seguían
dialogando con ella misma. Continuaba rumiando la pregunta interior que se
había formulado hacía unos momentos. Pues el sentido común siempre fue más
certero que cualquiera de las vacías retóricas que las autoridades y políticos
de turno acostumbraban a pronunciar con sus características verborreas. ¡Esto no
es una crisis! –continuaba discerniendo Rosa–. ¡Esto es la orquestación más
macabra jamás realizada! ¿Cuándo la suma avaricia humana se ha convertido en
ley universal? –se preguntaba. Pero no requería ni de un instante para
comprobar que la historia ya contemplaba aquello y le respondía cual bofetada,
ya que en toda época muchos estuvieron subyugados a unos pocos. Pero esto era mucho peor. Antes, la
violencia, los estamentos, los regímenes feudales eran los causantes. Ahora el
engaño era elaborado. Algunos indefinidos, pero seguro que todos con nombre,
aprovechaban el haber instaurado en la gente conceptos tales como sociedad del bienestar, libertad o Constitución para adormecer a toda una sociedad, y en el momento más
inesperado cogerlos de imprevistos. Atarlos a deudas y deudas, pues era de
rigor avanzar en ese mal llamado bienestar, para luego tenerlos atrapados cual
ratón en su ratonera tras el olor de una porción de queso y poder ejecutar su plan
mezquino, avaro, deshumano, teniéndolos sumidos entre una pared y la mas
afiladas de las espadas. De esta manera, sólo les quedaba sucumbir a sus
propósitos, todos pecuniarios. ¿Qué no haría alguien por poder sobrevivir? ¿A
que no se estaría dispuesto una persona cuando ve peligrar el alimento de sus
hijos y familias? Ya no había máscaras… No existían derechos, ni trabajos ni
salarios dignos, ni sociedad del
bienestar alguno. Únicamente existía el trabajo basura, los derechos
laborales erradicados, la miseria instaurada incluso teniendo empleo. El
antiguo trabajo de sol a sol se había modernizado, pero no su resultante.
Mendigar cuatro euros para sobrevivir mientras los mismos de siempre aumentaban
en poder político y económico, con continuos viajes a Suiza, viajes de placer…
o no. Todo ese postulado recorría las neuronas de Rosa cada vez que salía de
casa de sus padres. Y nunca encontraba respuestas, pero sí certezas
inapelables. En su deambular solía tener este tipo de auto conversaciones
internas, bien para lograr una respuesta que la convenciera, bien para soltar
lastres que asfixiaban su ánima maltrecha. Pero siempre encontraba la misma
resultante: una mayor desazón para su triste existencia. Sus razonamientos cuestionaban continuamente cómo una sociedad
se rigiera por simples y vanas palabras, como oferta-demanda, resultados,
beneficios, consumo…empequeñeciendo no sólo al abultado diccionario de la
lengua española, sino a una justa escala de valores sociales. Al menos, se
contentaba nuestra protagonista, había personas que abandonaron dicho léxico
para sustituirlo por vocablos más humanos, tales como generosidad, altruismo, justicia, amabilidad, empatía… Y
algunos de esos pocos se encontraban en el recinto hacia donde nuestra amiga se
dirigía.
Rosa sentía que todo el esfuerzo y trabajo de sus
padres y abuelos no sirvieron de nada, pues ni la preparación que obtuvo ante
tales sacrificios no valían para sacarla del atolladero en la que estaba
inmersa. Es más, sentía con profundo dolor el hecho de que tantos años de
lucha, de represión, de sangre derramada para conseguir unos derechos dignos y
justos que habían realizado los antepasados de esta sociedad, estaban siendo
aniquilados fulminantemente y sin ningún tipo de pudor por esferas interesadas
en ello. Y peor aún, habían logrado magistralmente que la colectividad
estuviera sumida en los más profundos de los adormilamientos, como si una
inyección de morfina recorriera por sus venas. Y entró en ella la añoranza.
Observaba que aunque la vida de sus padres sumidos en una postguerra fue de
todo menos fácil, arrasados por una época de hambre que tantas veces le
relataban, al menos ellos tenían una sopa bañada en agua para al menos engañar
a la vista. Ahora, tras supuestos adelantos sociales, humanos, hasta el agua
para bañar un supuesto consomé era más caro que el propio consomé con todas sus
propiedades. Sólo podían pagar la mitad de las medinas de sus ancianos
progenitores para poder subsistir, con lo que gravemente eso suponía. La
disyuntiva era sencilla de resolver, por desgracia. O vivir pudiendo llevarse
algo a la boca, o no llevarse nada para solventar los achaques de sus mayores,
los cuales se acrecentarían por la nefasta nutrición que conllevaría la falta
de recursos. En ambos casos la muerte rondaba, pero la segunda opción al menos
trataba de alejarla lo máximo posible, y siempre rezando para que un golpe de
frío feroz no adelantara tal acontecimiento. Pues la pobreza no sólo era
alimentaria, la energética era aún mayor, y todas las mantas habidas en el
hogar no paliaban lo que sí haría correctamente una calefacción digna. Y aquí
otra palabra que habían robado descaradamente a las personas. La dignidad, la
vida digna. Pero eso no importaba, mientras las cuentas de resultados no
variaran a la baja. De esta forma macabra la celeridad en la mortalidad
supondría ahorros en servicios de pensiones y gasto social. Otra irónica vuelta
de tuerca para exprimir aún más a las gentes y sumirlas donde realmente quieren,
en una continua depresión que impidan
cualquier efecto de levantamiento social revindicando sus derechos. Nunca
un plan, una estrategia, estaba tan bien realizada, diabólicamente perpetrada
–sentía con meridiana claridad Rosa en su discernir–.
Pero sus cansadas neuronas, hastiadas por el estrés
de vida y con el continuo trabajo de intentar encontrar posibles soluciones
ante los desafíos diarios, no dejaron de funcionar en los postulados internos
de esta mujer. ¿Dónde está la Constitución? ¿Ese documento del que se
vanaglorian muchos situándolo como sacrosanto y que parece casi un pecado
mortal incluso el cuestionarla? –la rabia de Rosa iba in crescendo ante estas
preguntas–. ¿De qué sirve, cuál es su utilidad? ¡Nada de lo que allí está en negro
sobre blanco se ve cumplido! ¿Dónde está
el derecho a la vivienda digna, al trabajo, a la justicia, a…? ¡Cuántos
puristas hay que no se atreven a cambiarla para que pueda ser más justa y sea
de obligado cumplimiento! ¡Y eso que es del pueblo! –ironizaba–. ¡Pero para transformarla
sin el consentimiento social para beneficiar a los sectores económicos, pierde
ese grado cuasi divino! –se auto contestaba por si un virtual interlocutor
pudiese introducirse en sus pensamientos y definirla de demagoga–. La
indignación era de lo poco que a Rosa le quedaba y podía trasmitir o denunciar,
aunque fuera internamente. No era mera espectadora de los sufrimientos que sus
congéneres atravesaban, era protagonista al igual que ellos y además compartían
la misma impotencia ante tales situaciones. Y esa indignación crecía cuando los
cargos públicos de rigor se empeñaran en culpabilizar a la sociedad de sus
propios males con la típica frase, entre otras, de vivir por encima de las posibilidades, cuando fueron ellos quienes
alentaron y convencieron que esas posibilidades eran factibles. El cinismo
tocaba sus máximos exponentes cuando los autores de tales palabras vivían
ensimismados en sus cómodas vidas y muchos
salían indemnes de sus peculiares acciones en los ya conocidos paraísos
fiscales que los medios de comunicación narraban prácticamente a diario. La
desfachatez era de grado supremo. Personajes puestos para gestionar el bien de
todos, cuando lo único que hacen, movidos o no por ciertos lobbies, era
desmantelar lo que supuestamente debían de proteger. Y para colmo, como
autómatas sin entrañas, únicamente les acompañaba un mantra: de esto estamos saliendo, entre todos
podemos… Palabras vacías como sus corazones, que lo único que ocultaban
tras ellas era su manifiesta incompetencia y el proseguimiento de la gran
mentira. ¿Salir? ¿Hacia dónde? Pues lo único que se conseguía era cavar y
cavar, pero no para encontrar una salida del subsuelo, sino para hacer más
profundo el pozo en el que Rosa y el resto del común de los mortales estaban
inmersos. La historia se repetía –continuaba nuestra joven en sus reflexiones–.
La revolución industrial del siglo XIX se sustentó en las vidas de hombres y
mujeres, pero sobre todo de niños, cuyo mayor y mortal enemigo era el hollín de
las fábricas en las que trabajaban si querían comer. Actualmente, para que
nadie sea tachado de inhumano prosiguiendo con el cinismo más descarado,
sustituimos a los niños por trabajos precarios y hasta el fin de los días,
donde la vejez ya no es sinónimo de descanso ante los últimos tiempos de la
vida de alguien. Eso no importa. Sólo la cuenta de resultados de algunos –se
indignaba aún más Rosa ante tales hechos–.
Sus engranajes reflexivos pararon un instante al
llegar al local que promovió su salida. Había llegado al banco de alimentos al
que acudía cada dos semanas desde hace unos años. Aunque la vergüenza que padecía
las primeras veces que tuvo que acudir a este lugar altruista de ayuda había
desaparecido, su timidez seguía vigente por mucho que su mente le dijese que
era de justicia que todo ser humano pudiera comer. Allí se encontraba con los
que se convirtieron en nuevos conocidos, pero también observaba no sin cierto
estupor, caras nuevas que acudían al mismo socorro que todos ellos recibían.
Esta situación, esas nuevas gentes que se encontraban en el lugar no hacían
otra cosa que acreditar todavía más sus postulados mentales. Sus penas, que no
eran pocas, aumentaban en profundidad ante la postal que allí contemplaba.
Todos eran víctimas del mayor y siniestro plan nunca forjado. Era una viva
imagen de que el poder nunca estuvo en las calles, en las personas, en el
pueblo. Simplemente era otra falacia más de las muchas vertidas en el colectivo
común.
Saludó con amabilidad a la voluntaria de rigor que
siempre estaba en aquel lugar. Le entregó con la misma gentileza los enseres
que necesitaba para que su familia al menos pudiese resistir un poco más. O al
menos que la agonía que pudiesen sufrir bajara en intensidad. Rosa guardó con
sumo cuidado cada elemento entregado en su carro de compra, que hacía tiempo no
utilizaba para tales menesteres, y con media sonrisa agradeció y se despidió de
aquella joven muchacha que la trató con la humanidad tan falta en sus
dirigentes y facciones económicas. Era la única sonrisa no fingida que Rosa
brindaba en su diario, pues las restantes eran falsas para esconder preocupaciones
y tristezas ante sus hijos y sus padres.
Salió del almacén de alimentos rumbo a casa.
Siempre aprovechaba tal tarea cuando sus hijos estaban en el colegio y
quitarles de encima una presión más de las que sus jóvenes vidas pudiesen
tener. Y el viaje de regreso fue como el de inicio. Repitiendo las mismas
reflexiones en su interior, que si bien no le daban sosiego pues no había
respuestas positivas ante ellas, al menos podía de algún modo desprenderse de
algunos lastres anímicos, a sabiendas que esos mismos se instalarían nuevamente
tras cruzar el umbral de la puerta de casa de sus padres. Pero al menos, media
hora cada quince días oxigenaba su mente de alguna manera. Y como no pecaba
tampoco de ingenua, era perfectamente conocedora que tales reflexiones no le
llevarían a ningún lado. No le resolvería ninguno de sus problemas. No daría
con la solución mágica a todos sus males. Mas una cosa era muy trasparente y
clara en su interior. Su libertad de actuación para salir de sus males le era
arrebatada, su situación infrahumana era impuesta por entes sin escrúpulos y
con los cuales por sí sola no podía combatir. Su tristeza y miseria eran un
hecho indiscutible. Pero su capacidad de reflexión y de denuncia eran suyas,
internas, donde nadie, por mucho que quisieran podrían intervenir y por ende,
le hacían sentirse libre. Ese derecho no podían arrebatárselo. Sus disputas
mentales podrían causarle indignación, rabia ante la injusticia, desazón,
desasosiego, impotencia… ¡Pero al menos, durante media hora cada dos semanas,
podría sentirse auténticamente libre!
Rosa llegaba a casa y con ello el final se su
viaje, pero antes de cruzar el umbral del portal del edificio, siempre
coincidía en un último pensamiento, no sin paradoja. Tenía treinta y seis años
y se llamaba Rosa, como la flor. Seguro que en eso pensaron sus padres cuando
nació y les trajo hermosura y fragancia.
¡Ahora ella únicamente se reflejaba en tal planta en el momento donde menos se
apreciaba su belleza… en el de su marchitar!
Rosa entraba en casa sabiendo que debía sobrevivir
por las personas que le importaban, aunque la muerte le fuera un bien preciado
para acabar su situación. ¡Eso sí, se auto animaba pensando que sólo quedaban
dos semanas para sentirse, aunque momentáneamente, completamente libre!
Texto en el Registro de Propiedad Intelectual y de derechos de Autor.
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