¡Acomódense, el relato va a comenzar!
Cuán acostumbrados estamos a este tipo
de frases, y más aún del primer vocablo. Pero al mismo tiempo ignoramos cómo se
ha instalado en nuestras vidas, en nuestras rutinas y quehaceres, aunque lo
peor es como se ha instaurado cual virus mutante aferrado a cada una de
nuestras neuronas. Sin quererlo o pretenderlo, o tal vez sí…, hemos dejado que
nuestro pensamiento más que se acomode a las circunstancias que la vida pueda
advenirnos –signo legítimo de adaptación o supervivencia– quede acomodado, que
es tremendamente distinto. Hasta el punto de formar en nosotros una increíble
paradoja… la de poseer una capacidad intelectual que al final no es tal, sino un maremágnum de
auto-consuelos y convencimientos que anulan toda capacidad del libre pensar, de
la autocrítica, de restablecer los peldaños de una medio derruida escala de
valores. Y no seré yo quien presuma de lo contrario. Las corrientes nos cogen a
todos, a algunos con velocidad de crucero, a otros en plena vorágine de aguas
bravas. Pero nadie estamos libres de lo que llamo imposición en el pensamiento. ¿Y de dónde nacen estas palabras? –os
preguntaréis–. Seguramente de una neurona loca y rebelde que pulula en mi mente
a la cual no le gustan los patrones preestablecidos, y cómo un ángel de la
guarda –o al menos eso pretende– intenta reconducir como perro pastor a las demás
células mentales a las que considera descarriladas y yendo en rumbo contrario a
lo que se supone que es el sentido común.
Pero al menos resulta inquietante que
nuestro pensamiento común se parezca tanto y tildemos de locos, extravagantes o
cualquier epíteto fuera de tono a todo aquel que se descarría de lo que tiene que ser. Sumidos en una sociedad
dormida, donde el diccionario se reduce a tan pocas palabras: oferta, demanda, rentable, bienestar, que
vestido más mono, que teléfono más innovador… vemos como extraños a aquellos
que quieren incluir nuevos sustantivos y adjetivos a nuestra rutina diaria. Empatía, generosidad, altruismo, gentileza, solidaridad,
pobreza, desigualdad… ¡Vaya, una pandilla de locos que vienen a enturbiar
nuestra cómoda vida y el más justo de los patrones de nuestro pensamiento común! ¡A trabajar que es lo
que tienen que hacer y se dejen de monsergas! –pensamos cuando escuchamos tales
barbaridades en los noticiarios mientras dejamos las bolsas de la compra en
cualquier lugar del hogar, cargadas de los mejores productos de las más
excelsas marcas después del duro día de colas y de eternas dudas para saber
elegir bien–. Y no sé por qué esa gente está empeñada en fastidiarnos el día,
nuestras sagradas rutinas… ¿no tienen nada mejor que hacer realmente que
insidiar con ideas estúpidas fuera de todo sentido
común?
El caso, es que esa neurona loca y
estúpida que no atiende a los roles impuestos y que divaga en mi cabeza a su antojo,
ha logrado convencer, la muy granuja, a todas las demás de que lo que dicen
algunos parece más sensato de lo que dicen casi todos. Y mi sorpresa es que no
me está entrando fiebre ni nada por el estilo… ¡enfermedad extraña esta! Otra
más para mi lista de males endémicos que me poseen. Vamos, lo tengo todo para
un ingreso permanente en el sanatorio psiquiátrico más cercano. ¡Un gay que
huye del sentido común y comulga con ideas extrañas!
La situación, es que mi rebelde célula
intelectual, ha convencido a todo mi raciocinio y me ha insuflado ciertas
fuerzas para abandonar la comodidad de pensamiento que tenía instaurada y que
gracias a tanto esfuerzo social había conseguido como axioma vital. ¡Y he
pecado! Ya no pienso en el sentido común, pue pienso que éste lamentablemente
queda en muy poca gente, pues la mayoría lo confundía con un común sentido. Y de esto último no se
deduce que sea correcto de per sé y por ende constituya la mejor bandera a
seguir. ¡Estoy perdido! Creo que no seré recuperado para el bien de nuestra
gran sociedad. Seré inservible y no podré aportar nada. He decido dejar lo
cómodo y unirme a esa resistencia de locos que piensan distinto. Sí, lo sé… me
he pasado al lado oscuro. De aquellos que piensan que otra sociedad es posible.
Donde los roles no vengan impuestos y las personas dejen de ser borregos, cuyos
hilos, cual marioneta, son movidos por la más despiadada de las manos. Donde
palabras como empatía o solidaridad no me hacen sentir ruborizado como un niño
cuando se le escapa una palabrota delante de sus atónitos padres. Donde el
libre pensamiento es respetado y no cuestionado de forma sistémica. Vuelvo a
repetirlo… ¡mis disculpas! Tuve que preverlo y tener en mi botiquín personal el
más afilado bisturí mata neuronas descarriadas. ¡Es tarde! Ya me encuentro en el grupo de los sinsentidos, de los que no tienen nada mejor que hacer, de los rebeldes, los rojos,
los radicales, los… Uff, los de todo. Pero al menos, aunque sea de forma
colateral, al menos habré ampliado un poco más el diccionario de esta sociedad
yerta. Ya cuentan con dos páginas. ¡No me deis las gracias, no se merecen, al
menos contribuí un poco y sin daros esfuerzos! Pensad que no violé la comodidad
de nadie, y a la vuelta de casa, de las rutinas diarias, sin pretenderlo, contáis
con más palabras para el uso en vuestro particular diccionario. Sinceramente,
con la mano en el corazón y con mis neuronas enfermas, deciros que fue un
auténtico placer. ¡No se entretengan… sigan con sus compran! ¡Pasen y vean…!