El
otoño impetuoso hacía acto de presencia en los primeros días de un octubre
lluvioso. La aciaga noche iluminaba de cuando en cuando el dormitorio de Laura
con los improvisados relámpagos que una cerrada tormenta otorgaba para establecer
mayor impresión de su fuerza y carácter. Pero los truenos lejanos de unos
cielos inquietos no importunaban a la joven, pues su mente era perturbada por
monstruos mucho más feroces. Acompañando a esas luces intermitentes a capricho
de una tempestad nocturna, el porta velas equipado con su pequeño cirio,
contribuía con su luz tintineante a iluminar la estancia y el rostro de una
insomne mujer a la cual la electricidad ya le estaba negada. La noche no era
muy distinta a otras, pero el coro exterior de una sinfonía de vientos
imperiosos, el trompetear de las rabiosas nubes junto con el constante suicidio
del agua contra el suelo, hacían que los pensamientos insidiosos que a Laura
mortificaban, fueran incluso más pesados y cargantes en su ánima ya de por sí
desgastada.
Era el trigésimo cuarto otoño que Laura
vivía, o más bien sufría. Se casó joven y con la misma prontitud el destino le
dio la viudedad. Y ese mismo sino indolente, siniestro y pérfido, le arrebató
mediante un cáncer la fecundidad y la posibilidad de llenar su espacio vital
como mujer. Aunque de forma paradójica, lo que un día fue una página negra de
su vida, se convertía hoy en cierto consuelo por los avatares que la joven
atravesaba en la actualidad. Los cuales, ciertamente, no eran baladí. Así, sentada
en la cama y con la almohada de reposacabezas, su mente viaja al pasado para
intentar deleitarse con lo que un día fue, pero esos pensamientos se volvían
efímeros como los momentos que retrotraían, para instalarse la crudeza de un
presente que ni la perenne tormenta noctámbula podía ensombrecer.
Su mirada perdida se detenía un instante
en el caer de la cera, que se tornaba líquida para la propia subsistencia de
una tímida llama en una vela envejecida. En ese mismo instante, el brillo tenue
que de allí emanaba, dibujaba el camino cuasi serpenteante de una furtiva
lágrima que bajaba por la triste faz de una cansada Laura. Pues lo que en principio
era una simple flama de un apagado anaranjado, era el mejor reflejo de su
antojosa vida. El temor de la joven, por días producido, no era en absoluto
infundado. Se sentía como esa vela, como esa diminuta llama que apenas
alumbraba una cuarta parte de su dormitorio. El sobrevivir de dicho lucero
abocaba a un fin cierto… su propio fin.
Pues se alimentaba de aquello que la mantenía, y cuyo sustento conducía, con dolor
a quemado, a sucumbir a una muerte segura cuando la mecha no tuviese más
sostén. En definitiva así era su vida, triste y dolorosa. Cómo ya definía dicho
candil, Laura era llevada a la prehistoria evolutiva, ya que el corte de luz por incapacidad de
pago se produjo no hace muchos días.
En
la misma mesita de noche reposaba insidiosa una carta de desahucio, que no por
mucho leer encontraba modo de revertir lo allí expuesto. Sus jóvenes actitudes
y su fuerza académica eran inútiles para encontrar un mínimo trabajo que
paliase no solamente eso, sino el hambre que arrastraba, pues el banco de
alimento al que acudía quincenalmente le daba para una cruda y pésima
supervivencia física, y aún así, estaba agradecida… De otro modo la inanición
ya la habría visitado en esa cama casi convertida en mortaja. Los miedos se
amontonaban cada noche en su alma y en su cabeza sin necesidad de dormir para
vivenciar pesadillas. ¿Cómo podría salir de ese particular laberinto, del cual
y en cualquier momento podría salir un mítico minotauro para acabar de una vez
por todas con su maltrecha existencia? ¿Cómo apartar ese cáliz de amargas
hieles? ¿Cómo poder contemplar un futuro si en su haber solo existe un funesto
y aplastante presente, cuyo único horizonte avistado es aún más negro que las
borrascas internas que destrozan sus entrañas a su paso?
Todas
esas inquietantes interrogantes martirizaban a Laura, y acontecían en su
pensamiento en eterno bucle como si de una tortura se tratase. Pero de ellas,
una prevalecía sobre las demás, contribuyendo a que el camino marcado por una
anterior lagrima, fuera sendero ahora de un caudal de ellas, arquetipo claro
del diluviar que se producía en el exterior. ¿Dónde están quienes estaban?
¿Dónde se encuentran aquellos que un día la sonreían, mas ahora sólo quedaba su
incomprensible ausencia? Y en esos momentos de filosofía personal al coro de
tragedia griega plagado por incomprensión, tristeza, desazón, apatía,
desesperación… se unía una paradoja compañía, la soledad. Una afilada espada,
fría en acero y helada en compasión, se introducía en lo más profundo de su
corazón dando la más cruel de las estocadas. Y tras el desasosiego de preguntas,
llegaron un sinfín de respuestas, cada cual menos alentadora. La felicidad es
tan solo un invento para intentar dar sentido a una vida que nunca la tuvo, o
como mucho, enmascarar como concepto positivo lo que meramente es un acto de
pura supervivencia, aderezando esto último y quitarle tal tristeza. La
solidaridad un elemento ausente, sólo otorgado si tienes como pagarla en un hipotético
futuro. La empatía… en fin, otro vocablo que ocupaba espacio en el diccionario
pero cuyo valor y significado no estaban en uso. Y de este modo Laura pasaba
lista a tantos y tantos sustantivos que perdían sentido según el estado en el
que uno se encontrara: amistad, caridad, justicia, igualdad…
La
tormenta exterior seguía vigorosa, y Laura, rodeada de una atmósfera de un
patente claroscuro, continuaba con la suya propia. Mientras ella y la tímida
vela esperaban la llegada de un alba gris, acorde no sólo con la noche
tempestuosa, sino con la más desanimada de las existencias. Un día más para que
el sufrimiento siguiera con su maquiavélico juego consumiendo cada sentido de
la joven, por sí misma desechada. Pues parecía una cruel ironía lo que la vida
le iba dando a Laura. Parecía que en aquella noche su alma ascendió a los
cielos para mostrar físicamente con la tormenta producida, el más arduo de los
lamentos y el más desconsolado de los lloros que ella misma atravesaba.
Amanecía
en gris para Laura con la única compañía de un hilo de humo de una vela
desgastada, impregnado la estancia con su característico olor. A Laura ya solo
le quedaba, después de su particular noche de infiernos, una última pregunta
sin respuesta. ¿Cuándo dejó el hombre de
ser humano?
Soy hombre y me llamo Laura. Quienes lean esto,
con seguridad muchos se llamarán Laura. Otros tantos no querrán ver a Laura. No
muchos menos no les importará un ápice quién leñes es Laura. Y de entre ellos,
algunos les importará un bledo Laura. Pues tantas y tantas Lauras son, en
definitiva, el producto de una sociedad impasible y egoísta, de una humanidad deshumanizada.
Donde el valor de la persona radica en su utilidad, perdiendo de este modo ser
un bien único por el simple hecho de serlo. Donde el lenguaje se ha prostituido
dando paso al imperio del ego, la avaricia, la injusticia y la utilización
pragmática del otro para fines lucrativos. Donde cuando creen que no sirves
acabas en el basurero social cual clínex usado. Donde la nobleza perdió su
sitio, quedando postergada al más cruel de los olvidos. Donde el hombre, en su
historia, ganó al mundo animal. Pues se hizo salvaje, pues sobre todo era capaz
de conseguir lo que cualquier manada de cuadrúpedos nunca haría… Devorar a su
propia especie.
Pues
a todos quienes no os llamáis Laura… o simplemente ni os importa… No os daría
unas horas con Laura. Os ofrecería algo mucho mejor: “unas horas de Laura”.