LA
LUNA QUISO SER ANA
Aún cuentan las abuelas aquella historia
que le contaron las suyas. Una historia llena de misterio… algunos la tildan de
leyenda, de falso mito, y otros la reducen a mero cuento para adormitar a los
niños.
Antaño el sol reinaba el cosmos con su
poderosa luz, la que vivificaba todo aquello que iluminaba. Pero su trabajo no
estribaba únicamente en aquello, sino que además ejercía una labor de
vigilancia, protección y equilibrio en todos sus dominios. Pero delegó cierta
parte de su ardua labor a una de sus hermanas, la Luna, a la cual prestó su luz
para que despejara las azabaches tinieblas que por la noche cubrían la Tierra.
Y esplendorosa lucía siendo faro y guía de la humanidad, iluminado cada rincón de
las aldeas y pueblos que se encontraban, en antaño tiempo, entre las murallas
de grandes castillos tallados a piedra. Así, noche tras noche, cumplía con su misión
encomendada por el astro rey.
Su cansada obligación sólo se veía
apaciguada por aquello que más apreciaba y que por el contrario le estaba
negado poseer. El amor que hombres y mujeres se profesaban al amparo de su
cálida luz en noches mágicas. Bebía de ese romanticismo sin parangón, de ese
sentimiento que sólo los humanos degustaban en su existencia. Donde los
corazones se estrechaban y las almas se fundían. De esta manera contemplaba con
sus rayos omnipresentes tal gesto y acción que le fascinaban, hasta el punto de
desear que llegara el ocaso de su hermano mayor para deleitarse nuevamente con
tales estampas. Pero una noche no muy bien entrada, se fijó en una muchacha.
Ana era una joven de aterciopelado pelo
rubio, y unas brillantes esferas azules coronaban su mirada. Su tez pálida no
ensombrecía su exuberante belleza, que siempre iba adornada con sus mejores
galas en sus escondidas salidas nocturnas. Siempre a la misma hora, acompañada
de un farol de aceite, se dirigía a la misma callejuela empedrada y recóndita a
la espera de la visita que más esperaba. Manuel nunca se retrasaba y siempre
anticipaba su llegada al punto de encuentro para recibirla con la mejor de sus
sonrisas. Un joven y apuesto muchacho, delgado pero fuerte, con melena cuidada
y rostro embaucador. Y a la luz del farol y la que otorgaba el astro celestial,
empezaba su ritual de amor donde lo dejaron la noche anterior. De este modo, la
Luna contemplaba cómo los mozos aldeanos se acariciaban sus rostros mientras se
juraban promesas eternas con corazón abierto. Cómo Manuel miraba a Ana y sus
dulces labios la besaban con el candor más eterno, mientras Ana sentía en su
pecho que la vida comenzaba en ese momento. Para luego terminar en un afectivo
abrazo que enraizaban entre sí aún más sus desbordantes entrañas. La Luna ante
tales vistas no sólo gozaba observando ese acto que tanto ansiaba, sino que
aquella taciturna noche en su propio interior hubo algo inusitado para ella,
pero vigoroso y fuerte e incapaz de dominar. Quedó prendada de Manuel, de sus
ojos, de sus palabras, de querer sentir sus besos y su piel, de acariciar su
melena principesca… La Luna quiso ser Ana. Y el amor que el joven la despertaba,
daba como consecuencia otro sentimiento por ella desconocido vivencialmente,
pues también, conjuntamente, amanecieron sus celos por la muchacha.
La noche siguiente, la Luna, desesperada
en su esperanza, sacó de las peores artes de las tinieblas, a las cuales
ahuyentaba, un poderoso hechizo. Así, Manuel en su camino al encuentro de su
joven amante, al alzar la vista al cielo y contemplar la suave luz blanca que
del mismo emanaba, quedó profundamente prendido y sin poder hacer nada. En un
momento, el aldeano cambió de amante en un breve parpadear de ojos. Pues, como
las viejas dicen, a Manuel “le cogió la
Luna”. Desde ese momento desocupó a Ana de su corazón para llenarse de su
nueva amada, a la que contemplaba sin cesar, sin bajar la mirada.
Llegó a la callejuela en cuestión, pero
esa noche no fue para Ana como otras tantas. Su amado Manuel estaba ausente,
distante, frío y apenas se fijaba en ella. Sus ojos sólo contemplaban el cielo.
Esa noche de farol parpadeante se rompió el angustiado silencio del que Ana
estaba envuelta sin comprender, cuando Manuel le dijo lo que nunca imaginó. Le
confesó que tenía otra amada. El corazón de la joven se paralizó en un
instante, y llena de dolor de desamor contempló como aquél que la halagaba
noche tras noche, partía sin rumbo fijo, dejándola con la más desgarrada
soledad con la única compañía de una lámpara de aceite que denotaban en su
iluminar las resbalosas lágrimas de una niña desconsolada.
La Luna gozosa, que quiso ser Ana,
esperaba que el encuentro con su amor no demorase mucho. El hechizado joven,
enloquecido por su nueva amante y deseoso de encontrarse con ella para unirse
en eternidad, se subió a las murallas defensivas de la aldea para tirarse al
vacío sintiéndose viento, creído que aquel acto le llevaría a abrazar a su luz
blanca. Pero lo único que encontró en esa paradójica muralla fue encontrar la
muerte desprovisto de toda defensa, pues su mente se encontraba obnubilada por
ese astro nocturno que le ataba y atraía de una forma de la que no podía
escapar. Pero cuál fue la sorpresa para la nueva aprendiz de malvada que ese
acto de amor ciego no le llevó consigo lo que deseaba, pues al igual que Ana,
Manuel desapareció de su vida con su partida sin regreso, postrado ante un
cúmulo de rocas frías. Ambas se unían en tristeza, ambas compartían lágrimas.
El astro rey no tardó mucho en enterarse
de la treta de su hermana. Había una regla máxima. No influir en la vida
humana. Enfurecido realizó su juicio y dictaminó la condena más terrible que
podía ejercer. Desde entonces la Luna se ve despojada del préstamo de luz que
el sol le otorgaba. Dicha luz era la que le permitía observar ese sentimiento
que tanto anhelaba. Así, se vería privada de observar en su plenitud el amor de
los hombres. Su vista menguaría y crecería conforme el pasar de los días,
impidiendo disfrutar de su deguste. Incluso una vez al mes se quedaría
totalmente ciega y con ello las tinieblas serían las únicas presentes en las
noches humanas. Y otra vez al mes podría contemplar esplendorosamente lo que el
mundo albergaba, pero eso sería mayor castigo, pues era conocedora que en días siguientes
su vista se vería disminuida…
Desde aquel instante se producen los
cambios lunares que todos observamos, y la influencia de la luna en los mares y
en los seres no es otra cosa que la manifiesta rabia e impotencia que este
astro celeste arrastra. Y claro ejemplo de que tales avatares fueron producidos
es que de tiempo en tiempo la luna se viste enrojecida de la sangre derramada
de un incauto muchacho. Y es que aquella noche, la Luna fue Ana… pues compartieron un mismo final. ¡A ambas les fue
arrebatado lo que más querían!