sábado, 16 de agosto de 2014

LA LUNA QUISO SER ANA.



LA LUNA QUISO SER ANA

        Aún cuentan las abuelas aquella historia que le contaron las suyas. Una historia llena de misterio… algunos la tildan de leyenda, de falso mito, y otros la reducen a mero cuento para adormitar a los niños.

        Antaño el sol reinaba el cosmos con su poderosa luz, la que vivificaba todo aquello que iluminaba. Pero su trabajo no estribaba únicamente en aquello, sino que además ejercía una labor de vigilancia, protección y equilibrio en todos sus dominios. Pero delegó cierta parte de su ardua labor a una de sus hermanas, la Luna, a la cual prestó su luz para que despejara las azabaches tinieblas que por la noche cubrían la Tierra. Y esplendorosa lucía siendo faro y guía de la humanidad, iluminado cada rincón de las aldeas y pueblos que se encontraban, en antaño tiempo, entre las murallas de grandes castillos tallados a piedra. Así, noche tras noche, cumplía con su misión encomendada por el astro rey.

        Su cansada obligación sólo se veía apaciguada por aquello que más apreciaba y que por el contrario le estaba negado poseer. El amor que hombres y mujeres se profesaban al amparo de su cálida luz en noches mágicas. Bebía de ese romanticismo sin parangón, de ese sentimiento que sólo los humanos degustaban en su existencia. Donde los corazones se estrechaban y las almas se fundían. De esta manera contemplaba con sus rayos omnipresentes tal gesto y acción que le fascinaban, hasta el punto de desear que llegara el ocaso de su hermano mayor para deleitarse nuevamente con tales estampas. Pero una noche no muy bien entrada, se fijó en una muchacha.

        Ana era una joven de aterciopelado pelo rubio, y unas brillantes esferas azules coronaban su mirada. Su tez pálida no ensombrecía su exuberante belleza, que siempre iba adornada con sus mejores galas en sus escondidas salidas nocturnas. Siempre a la misma hora, acompañada de un farol de aceite, se dirigía a la misma callejuela empedrada y recóndita a la espera de la visita que más esperaba. Manuel nunca se retrasaba y siempre anticipaba su llegada al punto de encuentro para recibirla con la mejor de sus sonrisas. Un joven y apuesto muchacho, delgado pero fuerte, con melena cuidada y rostro embaucador. Y a la luz del farol y la que otorgaba el astro celestial, empezaba su ritual de amor donde lo dejaron la noche anterior. De este modo, la Luna contemplaba cómo los mozos aldeanos se acariciaban sus rostros mientras se juraban promesas eternas con corazón abierto. Cómo Manuel miraba a Ana y sus dulces labios la besaban con el candor más eterno, mientras Ana sentía en su pecho que la vida comenzaba en ese momento. Para luego terminar en un afectivo abrazo que enraizaban entre sí aún más sus desbordantes entrañas. La Luna ante tales vistas no sólo gozaba observando ese acto que tanto ansiaba, sino que aquella taciturna noche en su propio interior hubo algo inusitado para ella, pero vigoroso y fuerte e incapaz de dominar. Quedó prendada de Manuel, de sus ojos, de sus palabras, de querer sentir sus besos y su piel, de acariciar su melena principesca… La Luna quiso ser Ana. Y el amor que el joven la despertaba, daba como consecuencia otro sentimiento por ella desconocido vivencialmente, pues también, conjuntamente, amanecieron sus celos por la muchacha.

        La noche siguiente, la Luna, desesperada en su esperanza, sacó de las peores artes de las tinieblas, a las cuales ahuyentaba, un poderoso hechizo. Así, Manuel en su camino al encuentro de su joven amante, al alzar la vista al cielo y contemplar la suave luz blanca que del mismo emanaba, quedó profundamente prendido y sin poder hacer nada. En un momento, el aldeano cambió de amante en un breve parpadear de ojos. Pues, como las viejas dicen, a Manuel “le cogió la Luna”. Desde ese momento desocupó a Ana de su corazón para llenarse de su nueva amada, a la que contemplaba sin cesar, sin bajar la mirada.

        Llegó a la callejuela en cuestión, pero esa noche no fue para Ana como otras tantas. Su amado Manuel estaba ausente, distante, frío y apenas se fijaba en ella. Sus ojos sólo contemplaban el cielo. Esa noche de farol parpadeante se rompió el angustiado silencio del que Ana estaba envuelta sin comprender, cuando Manuel le dijo lo que nunca imaginó. Le confesó que tenía otra amada. El corazón de la joven se paralizó en un instante, y llena de dolor de desamor contempló como aquél que la halagaba noche tras noche, partía sin rumbo fijo, dejándola con la más desgarrada soledad con la única compañía de una lámpara de aceite que denotaban en su iluminar las resbalosas lágrimas de una niña desconsolada.

        La Luna gozosa, que quiso ser Ana, esperaba que el encuentro con su amor no demorase mucho. El hechizado joven, enloquecido por su nueva amante y deseoso de encontrarse con ella para unirse en eternidad, se subió a las murallas defensivas de la aldea para tirarse al vacío sintiéndose viento, creído que aquel acto le llevaría a abrazar a su luz blanca. Pero lo único que encontró en esa paradójica muralla fue encontrar la muerte desprovisto de toda defensa, pues su mente se encontraba obnubilada por ese astro nocturno que le ataba y atraía de una forma de la que no podía escapar. Pero cuál fue la sorpresa para la nueva aprendiz de malvada que ese acto de amor ciego no le llevó consigo lo que deseaba, pues al igual que Ana, Manuel desapareció de su vida con su partida sin regreso, postrado ante un cúmulo de rocas frías. Ambas se unían en tristeza, ambas compartían lágrimas.

        El astro rey no tardó mucho en enterarse de la treta de su hermana. Había una regla máxima. No influir en la vida humana. Enfurecido realizó su juicio y dictaminó la condena más terrible que podía ejercer. Desde entonces la Luna se ve despojada del préstamo de luz que el sol le otorgaba. Dicha luz era la que le permitía observar ese sentimiento que tanto anhelaba. Así, se vería privada de observar en su plenitud el amor de los hombres. Su vista menguaría y crecería conforme el pasar de los días, impidiendo disfrutar de su deguste. Incluso una vez al mes se quedaría totalmente ciega y con ello las tinieblas serían las únicas presentes en las noches humanas. Y otra vez al mes podría contemplar esplendorosamente lo que el mundo albergaba, pero eso sería mayor castigo, pues era conocedora que en días siguientes su vista se vería disminuida… 

        Desde aquel instante se producen los cambios lunares que todos observamos, y la influencia de la luna en los mares y en los seres no es otra cosa que la manifiesta rabia e impotencia que este astro celeste arrastra. Y claro ejemplo de que tales avatares fueron producidos es que de tiempo en tiempo la luna se viste enrojecida de la sangre derramada de un incauto muchacho. Y es que aquella noche, la Luna fue Ana… pues compartieron un mismo final. ¡A ambas les fue arrebatado lo que más querían!

martes, 12 de agosto de 2014

UNA VERDAD APLASTANTE






La bajada abrupta por aquel singular terraplén no fue demasiado dificultosa para Andrés. Dos horas pasaban ya desde que el sol despertara y sustituyera a la luna en sus menesteres de vigilancia terrenal. El día primaveral era espléndido, y así se reflejaba en los parajes por donde circulaba el urbanita joven. Consiguió sin mucho esfuerzo llegar al final del empinado montículo donde se encontraba para encontrar gratamente en el final de su pericia un sendero de baldosas empedradas que se bifurcaban en extensos caminos en basto horizonte de un bosque de ensueño. La belleza era extrema. Parecía estar en el literario mundo del Mago de Oz sino fuera por la diferencia del color del empedrado sendero, de color rojizo teja, y no amarillo como en el caminar de Dorothy.

        Andrés acostumbrado a las vistas de acero y hormigón envueltas en una atmosfera turbia característica de la polución no hacía otra cosa que reafirmar que su decisión de aquel domingo fue la más acertada para desprenderse de los estreses de su ya agotador trabajo y vida de ciudad. Era un gran hombre de negocios –se autodefinía siempre– dedicado al arduo mundo de las finanzas, donde su especialidad era ganar dinero para él y unos pocos privilegiados, mientras otros se sumían en la pobreza. Pero esa última cuestión no era demasiado turbadora para nuestro protagonista. Su narcisismo egocéntrico, el pensamiento de que la vida que lleva no era otra cosa que el resultado de lo que justamente se merecía, y que las reglas de los mercados eran las que eran y no las había inventado él, suponían suficientes razones para que su conciencia no temblara siquiera unos segundos. Y su esfuerzo y el deseo de desconectar es lo que lo motivaron a coger sus mejores galas campestres y darse un día de aventura y relajación según él merecidas. Lógicamente vestía con las mejores prendas de las más variadas marcas conocidas, no tanto por su comodidad para pasar un día de polvo y tierra tanto como para distinguirse como clase distinta de la que hacía como buen hijo de “Narciso”.

        Ya estaba allí y el aire limpio y dulce le invitaba a recorrer cada uno de los senderos sin rumbo fijo para deleitarse con las exuberancias del paradójico lugar. Y así hizo, comenzó a caminar por esas losas de piedras cual alfombra roja engalanada mientras observaba y detenía su mirada en aquellas cosas que le resultaban más placenteras para sus sentidos. Y no era para menos. El lugar verdaderamente merecía tales halagos. La brisa aterciopelada al tacto con su suave olor a humedad. La continua y extraordinaria banda sonora formada por el canto de las aves y el correr inquieto de las aguas de los pequeños riachuelos, eran la atmósfera perfecta donde se albergaban las más variadas especies florales y arbóreas. A cada paso que Andrés daba, no había momento en que su mirar no se detuviera ante alguna de esas especies distintas de la flora del lugar. El horizonte se vestía de toda la gamas de verdes posibles, con grandes pinceladas de colores de los arbustos y demás plantas florales. Tan pronto pasaba por un espacio cuasi tropical, con bastas vegetaciones y altos palmerales con sus peculiares trocos retorcidos, a estancias más propias del lejano oriente, donde el verde dejaba paso a los rojizos, blancos, azules, amarillos y un sinfín de colores que engalanaban las frondosas copas de inmensos y majestuosos arboles casi ancestrales. Era cierto –pensaba Andrés–. Quien le propuso el plan anti-estrés había acertado en pleno. Hacía tiempo, mucho tiempo, que el voraz hombre de negocios no se encontraba tan ensimismado y con abundante paz rodeándole por doquier. ¡Sin duda, era algo que se merecía! Su sola persona era justa beneficiaria de esos deleites.

        El sol, en su ronda rutinaria diaria, pasaba ya del mediodía, y Andrés, ajeno y desacostumbrado a tales empresas campestres decidió volverse a casa, pues el cansancio ya empezaba a abatirle. Volvió sobre sus pasos para localizar su coche, un auto de último modelo, alta gama y con todas las prestaciones, como no podía ser menos para la peculiar personalidad de nuestro hombre de negocios. Pasaron más de dos horas y su medio de transporte no aparecía por ningún lado. El gran jardín botánico por el que parecía pasear y que era tan distinto y variado, se convirtió en segundos en un maremágnum de verdes para él todos iguales. Un ligero sudor frío empezó a surgir de los poros de Andrés ya que anduvo lo suficiente para poder encontrar su punto de salida, y sus conclusiones más lógicas eran o que se encontraba perdido o que su coche fuese robado. Cualquiera de las opciones lo quedaban desnudo ante los acontecimientos que pudieran derivarse de tales hechos y su nerviosismo se acrecentaba a pasos agigantados. Impuso en breve tiempo un cariz de templanza y de frialdad mental propios de su vorágine laboral para acallar ese in crescendo de adrenalina para colocar los pensamientos más pragmáticos. La ciudad no era lejana, y entre dicha urbe y el bosque había numerosos núcleos poblacionales, así que no le quedaba otra que seguir caminando, en línea recta para no acabar totalmente desorientado, y encontrar apoyo de alguna persona o entidad policial. Controlado el miedo primigenio, comenzó su plan de salida y  supervivencia. 

        Continuó caminando otras tantas horas, y no había un ápice de presencia urbana por ningún lado. Esa templanza que consiguió empezaba a decaer cual de naipes. Pero entonces, tras un árbol, vio una persona. Voz en grito, le llamó entusiasmado, pues ya había encontrado salvación. Quizá sabría indicarle alguna dirección, o dispusiera de un móvil –el suyo lo olvidó en el coche– para poder llamar a alguno de sus conocidos y viniese a recogerlo. Apresuradamente se acercó a aquel hombre que se dio la vuelta tras escuchar su llamamiento. Dicha persona era de constitución delgada, escuálido, con ropajes viejos y algo desaliñado. La primera impresión de Andrés, propia de su altivez, fue que ese hombre sería el típico guardabosque de origen rural, con bajeza intelectual, no docto en la higiene, y otra serie de estereotipos peyorativos. Mas se guardó su orgullo clasista ya que era el único vivo de la especie humana que encontró en todo el día.

–Buenos días, señor… Disculpes las molestias. –Saludaba Andrés con falsa amabilidad. –Me encuentro perdido ¿Puede usted ayudarme a encontrar una salida o dejarme un teléfono para encontrarla yo mismo? –preguntó algo inquieto.

–Buenos días. No sé decirle cómo puede salir.

–¿Disculpe? –preguntaba atónito y sin dar crédito Andrés. –¿De veras que no puede hacer nada? ¿Cómo es posible?

–Le pido disculpas, pero no puedo ayudarle. No se… trate de pensar lo que ha hecho en todo el día y quizá pueda resolver su problemática.

        Andrés seguía incrédulo de que aquello le estuviera sucediendo. Le parecía surrealista y a la par esperpéntico. Pero pensó que quizá el planteamiento de recordar los pasos hechos durante el día podría ser una idea para encontrar la salida, aunque lo quedó en su pensamiento, no estimaba comentarle que era buena idea pues estimaba que alguien inferior a él pudiese tener una idea brillante antes que él mismo la hubiera tenido. Otra vez la vanidad de Andrés era su aurea más preponderante.

–Pues salí de casa a las siete, cogí mi gran auto de última generación para dirigirme hacia el bosque –no perdía oportunidad para sentirse superior ni siquiera en sus cruciales circunstancias–, y cogí la autovía. Tras pocos kilómetros cogí el desvío hacia este lugar, y aunque me fue difícil llegar pues el sol me deslumbraba al tenerlo de frente, al final aquí estoy. Eso es todo.

–¿Eso es todo? –contestaba el extraño. –No me ha dicho realmente como entró en el bosque, de cómo era el sendero de entrada, sus características… –prosiguió aquel hombre.

–Umm… no sé… quizá estoy tan desorientado que no recuerdo bien… no, no recuerdo el sendero. ¿Pero qué importancia tiene eso? ¿Usted debe de ser de algún pueblo cercano y puede dirigirme hacia él, no?  –preguntaba con mayor seriedad, inquietud y algo más prepotente.

–¿Tiene usted hambre?

–¿Qué? –Andrés no salía de su asombro. Había encontrado la única persona existente por esos lares y para colmo estaba demente o algo así. –No, no tengo hambre… estoy perdido, angustiado, desorientado, con deseo de llegar a mi casa. ¿Cómo quiere que piense en comer? –contestaba alterado.

–No se altere, señor. Se lo digo porque pienso que usted no conoce la verdad de la situación… ni siquiera recordando. De ahí mis preguntas. Usted ha muerto hace horas. Su coche creo que se salió de la calzada mientras se dirigía hacia aquí.

–¡Está loco! ¿Qué broma es esta? ¿No me ve hablando con usted? Necesita tratamiento urgente y no reírse de las personas con problemas. –Dijo con tono elevado y de enfado.

–De personas con problemas creo que usted sabe más que yo. De muchas que han caído en la pobreza por su inagotable egoísmo y falta de escrúpulos. ¿Me habla de ver? ¿No ha notado la brecha sangrienta en sus sienes y su frente? –contestaba altivamente y con desdén aquel extraño señor.

        Inconscientemente, Andrés con acto reflejo, se tocó la frente… y cuál fue su sorpresa cuando al bajar la mano vio estupefacto como el fluido carmesí estaba solidificado y desquebrajado entre sus dedos producido por la intemperie. Paso una y otra vez la mano por su cabeza, y la sangre reseca no dejaba de aparecer en sus manos. ¡No puede ser! ¡No puedo estar muerto, eso es imposible! –se decía a si mismo Andrés ante el shock que le estaba aconteciendo.

–Pero si estoy muerto… Entonces… ¿Quién es usted? –preguntaba Andrés todavía con el susto en su modo más álgido.

–Yo soy la persona que te va a decir que por mucho que camines, nunca podrás salir de aquí. Te diré que no es un bosque cualquiera, pues tiene nombre. Se llama Edén. Te narraré brevemente que los horizontes son infinitos en estos lares, que no tendrás hambre ni sed, ni sueño… permanecerás aquí por todos los tiempos. Los sonidos del cantar de los gorriones te acompañaran cada mañana, tarde y noche, hasta el punto que tales sonidos serán como agujas afiladas pinchadas en tus oídos… La vegetación exultante, continua, siempre la misma, será lo más odiado para ti, pues no podrás desprenderte de ella. Todo esto que te resultaba tan bello, día tras día, hora tras hora, se convertirá en una auténtica tortura. ¡Y desearas enloquecer… y puedo asegurarte que llegarás a ello, como también te garantizo que será lo mejor que te pueda pasar!

        Andrés quedó enmudecido ante tales hechos narrados. Era incapaz de verbalizar nada. Estaba completamente paralizado. Aquello era el mayor sufrimiento que nunca esperó que le pudiera llegar.

–Yo, Andrés… –proseguía el extraño señor– soy lo que conocéis como demonio o apelativos parecidos. Tu tiempo ha llegado a su fin, para encontrarte que tendrás más tiempo, pero será tan relativo pues no llegarás a sentirlo como tal. ¡Qué paradoja, nuevo invitado, el fin de tu tiempo será un tiempo sin fin! –decía irónicamente y con malévola sonrisa. –Ahora te encuentras en mis dominios. Y para terminar de y no robarte más tiempo, aunque tendrás mucho, decirte que los humanos estáis muy equivocados. Cuántos mitos y leyendas. Alguien decía que había siete infiernos… un tal Dante, creo. Como se equivocaba, Andrés. ¡Pues tú te encuentras en el octavo!