La
bajada abrupta por aquel singular terraplén no fue demasiado dificultosa para
Andrés. Dos horas pasaban ya desde que el sol despertara y sustituyera a la
luna en sus menesteres de vigilancia terrenal. El día primaveral era
espléndido, y así se reflejaba en los parajes por donde circulaba el urbanita
joven. Consiguió sin mucho esfuerzo llegar al final del empinado montículo
donde se encontraba para encontrar gratamente en el final de su pericia un
sendero de baldosas empedradas que se bifurcaban en extensos caminos en basto
horizonte de un bosque de ensueño. La belleza era extrema. Parecía estar en el
literario mundo del Mago de Oz sino fuera por la diferencia del color del
empedrado sendero, de color rojizo teja, y no amarillo como en el caminar de
Dorothy.
Andrés acostumbrado a las vistas de
acero y hormigón envueltas en una atmosfera turbia característica de la
polución no hacía otra cosa que reafirmar que su decisión de aquel domingo fue
la más acertada para desprenderse de los estreses de su ya agotador trabajo y
vida de ciudad. Era un gran hombre de negocios –se autodefinía siempre–
dedicado al arduo mundo de las finanzas, donde su especialidad era ganar dinero
para él y unos pocos privilegiados, mientras otros se sumían en la pobreza.
Pero esa última cuestión no era demasiado turbadora para nuestro protagonista.
Su narcisismo egocéntrico, el pensamiento de que la vida que lleva no era otra
cosa que el resultado de lo que justamente se merecía, y que las reglas de los
mercados eran las que eran y no las había inventado él, suponían suficientes
razones para que su conciencia no temblara siquiera unos segundos. Y su
esfuerzo y el deseo de desconectar es lo que lo motivaron a coger sus mejores
galas campestres y darse un día de aventura y relajación según él merecidas.
Lógicamente vestía con las mejores prendas de las más variadas marcas
conocidas, no tanto por su comodidad para pasar un día de polvo y tierra tanto
como para distinguirse como clase distinta de la que hacía como buen hijo de
“Narciso”.
Ya estaba allí y el aire limpio y dulce
le invitaba a recorrer cada uno de los senderos sin rumbo fijo para deleitarse
con las exuberancias del paradójico lugar. Y así hizo, comenzó a caminar por
esas losas de piedras cual alfombra roja engalanada mientras observaba y
detenía su mirada en aquellas cosas que le resultaban más placenteras para sus
sentidos. Y no era para menos. El lugar verdaderamente merecía tales halagos.
La brisa aterciopelada al tacto con su suave olor a humedad. La continua y
extraordinaria banda sonora formada por el canto de las aves y el correr
inquieto de las aguas de los pequeños riachuelos, eran la atmósfera perfecta
donde se albergaban las más variadas especies florales y arbóreas. A cada paso
que Andrés daba, no había momento en que su mirar no se detuviera ante alguna
de esas especies distintas de la flora del lugar. El horizonte se vestía de
toda la gamas de verdes posibles, con grandes pinceladas de colores de los
arbustos y demás plantas florales. Tan pronto pasaba por un espacio cuasi
tropical, con bastas vegetaciones y altos palmerales con sus peculiares trocos
retorcidos, a estancias más propias del lejano oriente, donde el verde dejaba
paso a los rojizos, blancos, azules, amarillos y un sinfín de colores que
engalanaban las frondosas copas de inmensos y majestuosos arboles casi
ancestrales. Era cierto –pensaba
Andrés–. Quien le propuso el plan anti-estrés había acertado en pleno. Hacía
tiempo, mucho tiempo, que el voraz hombre de negocios no se encontraba tan
ensimismado y con abundante paz rodeándole por doquier. ¡Sin duda, era algo que
se merecía! Su sola persona era justa beneficiaria de esos deleites.
El sol, en su ronda rutinaria diaria,
pasaba ya del mediodía, y Andrés, ajeno y desacostumbrado a tales empresas
campestres decidió volverse a casa, pues el cansancio ya empezaba a abatirle. Volvió
sobre sus pasos para localizar su coche, un auto de último modelo, alta gama y
con todas las prestaciones, como no podía ser menos para la peculiar
personalidad de nuestro hombre de negocios. Pasaron más de dos horas y su medio
de transporte no aparecía por ningún lado. El gran jardín botánico por el que
parecía pasear y que era tan distinto y variado, se convirtió en segundos en un
maremágnum de verdes para él todos iguales. Un ligero sudor frío empezó a
surgir de los poros de Andrés ya que anduvo lo suficiente para poder encontrar
su punto de salida, y sus conclusiones más lógicas eran o que se encontraba
perdido o que su coche fuese robado. Cualquiera de las opciones lo quedaban
desnudo ante los acontecimientos que pudieran derivarse de tales hechos y su
nerviosismo se acrecentaba a pasos agigantados. Impuso en breve tiempo un cariz
de templanza y de frialdad mental propios de su vorágine laboral para acallar
ese in crescendo de adrenalina para colocar los pensamientos más pragmáticos.
La ciudad no era lejana, y entre dicha urbe y el bosque había numerosos núcleos
poblacionales, así que no le quedaba otra que seguir caminando, en línea recta
para no acabar totalmente desorientado, y encontrar apoyo de alguna persona o
entidad policial. Controlado el miedo primigenio, comenzó su plan de salida
y supervivencia.
Continuó caminando otras tantas horas, y
no había un ápice de presencia urbana por ningún lado. Esa templanza que consiguió
empezaba a decaer cual de naipes. Pero entonces, tras un árbol, vio una
persona. Voz en grito, le llamó entusiasmado, pues ya había encontrado
salvación. Quizá sabría indicarle alguna dirección, o dispusiera de un móvil –el
suyo lo olvidó en el coche– para poder llamar a alguno de sus conocidos y
viniese a recogerlo. Apresuradamente se acercó a aquel hombre que se dio la
vuelta tras escuchar su llamamiento. Dicha persona era de constitución delgada,
escuálido, con ropajes viejos y algo desaliñado. La primera impresión de Andrés,
propia de su altivez, fue que ese hombre sería el típico guardabosque de origen
rural, con bajeza intelectual, no docto en la higiene, y otra serie de
estereotipos peyorativos. Mas se guardó su orgullo clasista ya que era el único
vivo de la especie humana que encontró en todo el día.
–Buenos
días, señor… Disculpes las molestias. –Saludaba Andrés con falsa amabilidad.
–Me encuentro perdido ¿Puede usted ayudarme a encontrar una salida o dejarme un
teléfono para encontrarla yo mismo? –preguntó algo inquieto.
–Buenos
días. No sé decirle cómo puede salir.
–¿Disculpe?
–preguntaba atónito y sin dar crédito Andrés. –¿De veras que no puede hacer
nada? ¿Cómo es posible?
–Le
pido disculpas, pero no puedo ayudarle. No se… trate de pensar lo que ha hecho
en todo el día y quizá pueda resolver su problemática.
Andrés seguía incrédulo de que aquello
le estuviera sucediendo. Le parecía surrealista y a la par esperpéntico. Pero
pensó que quizá el planteamiento de recordar los pasos hechos durante el día
podría ser una idea para encontrar la salida, aunque lo quedó en su
pensamiento, no estimaba comentarle que era buena idea pues estimaba que
alguien inferior a él pudiese tener una idea brillante antes que él mismo la
hubiera tenido. Otra vez la vanidad de Andrés era su aurea más preponderante.
–Pues
salí de casa a las siete, cogí mi gran auto de última generación para dirigirme
hacia el bosque –no perdía oportunidad para sentirse superior ni siquiera en
sus cruciales circunstancias–, y cogí la autovía. Tras pocos kilómetros cogí el
desvío hacia este lugar, y aunque me fue difícil llegar pues el sol me
deslumbraba al tenerlo de frente, al final aquí estoy. Eso es todo.
–¿Eso
es todo? –contestaba el extraño. –No me ha dicho realmente como entró en el
bosque, de cómo era el sendero de entrada, sus características… –prosiguió
aquel hombre.
–Umm…
no sé… quizá estoy tan desorientado que no recuerdo bien… no, no recuerdo el
sendero. ¿Pero qué importancia tiene eso? ¿Usted debe de ser de algún pueblo
cercano y puede dirigirme hacia él, no? –preguntaba con mayor seriedad, inquietud y
algo más prepotente.
–¿Tiene
usted hambre?
–¿Qué?
–Andrés no salía de su asombro. Había encontrado la única persona existente por
esos lares y para colmo estaba demente o algo así. –No, no tengo hambre… estoy
perdido, angustiado, desorientado, con deseo de llegar a mi casa. ¿Cómo quiere
que piense en comer? –contestaba alterado.
–No
se altere, señor. Se lo digo porque pienso que usted no conoce la verdad de la
situación… ni siquiera recordando. De ahí mis preguntas. Usted ha muerto hace
horas. Su coche creo que se salió de la calzada mientras se dirigía hacia aquí.
–¡Está
loco! ¿Qué broma es esta? ¿No me ve hablando con usted? Necesita tratamiento
urgente y no reírse de las personas con problemas. –Dijo con tono elevado y de
enfado.
–De
personas con problemas creo que usted sabe más que yo. De muchas que han caído en
la pobreza por su inagotable egoísmo y falta de escrúpulos. ¿Me habla de ver?
¿No ha notado la brecha sangrienta en sus sienes y su frente? –contestaba
altivamente y con desdén aquel extraño señor.
Inconscientemente, Andrés con acto
reflejo, se tocó la frente… y cuál fue su sorpresa cuando al bajar la mano vio
estupefacto como el fluido carmesí estaba solidificado y desquebrajado entre
sus dedos producido por la intemperie. Paso una y otra vez la mano por su
cabeza, y la sangre reseca no dejaba de aparecer en sus manos. ¡No puede ser!
¡No puedo estar muerto, eso es imposible! –se decía a si mismo Andrés ante el shock
que le estaba aconteciendo.
–Pero
si estoy muerto… Entonces… ¿Quién es usted? –preguntaba Andrés todavía con el
susto en su modo más álgido.
–Yo
soy la persona que te va a decir que por mucho que camines, nunca podrás salir
de aquí. Te diré que no es un bosque cualquiera, pues tiene nombre. Se llama
Edén. Te narraré brevemente que los horizontes son infinitos en estos lares,
que no tendrás hambre ni sed, ni sueño… permanecerás aquí por todos los
tiempos. Los sonidos del cantar de los gorriones te acompañaran cada mañana,
tarde y noche, hasta el punto que tales sonidos serán como agujas afiladas pinchadas
en tus oídos… La vegetación exultante, continua, siempre la misma, será lo más
odiado para ti, pues no podrás desprenderte de ella. Todo esto que te resultaba
tan bello, día tras día, hora tras hora, se convertirá en una auténtica tortura.
¡Y desearas enloquecer… y puedo asegurarte que llegarás a ello, como también te
garantizo que será lo mejor que te pueda pasar!
Andrés quedó enmudecido ante tales
hechos narrados. Era incapaz de verbalizar nada. Estaba completamente
paralizado. Aquello era el mayor sufrimiento que nunca esperó que le pudiera
llegar.
–Yo,
Andrés… –proseguía el extraño señor– soy lo que conocéis como demonio o
apelativos parecidos. Tu tiempo ha llegado a su fin, para encontrarte que
tendrás más tiempo, pero será tan relativo pues no llegarás a sentirlo como
tal. ¡Qué paradoja, nuevo invitado, el fin de tu tiempo será un tiempo sin fin!
–decía irónicamente y con malévola sonrisa. –Ahora te encuentras en mis
dominios. Y para terminar de y no robarte más tiempo, aunque tendrás mucho,
decirte que los humanos estáis muy equivocados. Cuántos mitos y leyendas. Alguien
decía que había siete infiernos… un tal Dante,
creo. Como se equivocaba, Andrés. ¡Pues tú te encuentras en el octavo!
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