La
tormenta anunciada en los noticiarios hacía presencia en aquella noche otoñal
cargada de fríos vientos. No tardó mucho en hacer acto de presencia la lluvia
intensa que dichos aires proclamaban en sus embestidas. Mas ese intenso diluvio
venía acompañada de luces zigzagueante con su peculiar sonido ensordecedor y
por momentos atemorizador.
Adela, con premura pero a pie despacio
debido a sus cansados huesos de anciana edad, se dispuso a cerrar alguna que
otra ventana que avisaba de su apertura por el sonido continuo a merced de las
citadas brisas inquietas. Acababa de terminar de echar el pestillo de la última
de ellas, cuando sin previo aviso y de forma abrupta, el aparato eléctrico del
hogar dejó repentinamente de funcionar. Por suerte, se encontraba en su
dormitorio, y conocedora de la estancia como de un ciego de su propia casa, se
dirigió con su artrítico sin tropezar hacia el sifonier donde tenía colocado un
viejo quinqué de aceite, recuerdo de su abuelo paterno. Cogió unas cerillas
ubicadas al lado y procedió a su encendido. La luz parpadeante y tenue, acompañada
de ese furioso temporal meteorológico, daban a la casa un aspecto tétrico y que
para cualquiera aterrador. Pero Adela, con 88 años de experiencia a sus
espaldas no estaba inquieta ni por un momento. Con mismo paso suave, se dispuso
a bajar las escaleras para ir hacia la cocina y prepararse un té caliente y
reparador, propio de la noche que la acompañaba.
Portando el viejo lucero en una mano, y
la taza de té en la otra con su peculiar tembleque de la edad, se dirigió al
salón y se sentó en su sitio preferido, en su butaca orejera sita al lado de la
mesa camilla y junto a un gran ventanal que daba vistas al jardín de la casa. Y
sin inquietarse en nada por lo que sucedía en el exterior con especial
virulencia, se puso a divagar en sus pensamientos pasados mientras mantenía su
mirada perdida hacia el vaivén imperioso de las copas de los árboles plantados
en su parque personal.
No pasó mucho tiempo cuando el timbre de
la puerta de entrada detuvo inmediatamente su grato divagar. Aunque eran horas
tardías, no sintió miedo alguno y se dirigió a abrir para ver quién la
requería. Abrió el gran portón de madera cuando la sorpresa vino a sus ojos.
–¡Juan,
que haces a estas horas y con este tiempo! –exclamó Adela de forma amable.
–Anda, pasa rápido y siéntate al calor del brasero de picón.
Juan
hizo caso a su anfitriona y se sentó a su lado en aquel salón con luz difusa,
que de tétrico paso a ser reconfortante en un momento.
–¿Qué
haces por aquí?... ¡Qué casualidad! justamente estaba pensando en ti y en todos
esos momentos estupendos que nos hacían reír como niños, ¿recuerdas? –Le decía
la anciana con ansiada ilusión.
–He
venido por dos cosas, una para ver otra vez ese brillar esplendido de tus ojos
que siempre llenó mi alma, y por la promesa que te hice… ¿no lo habrás
olvidado, no?
–Qué
cosas tienes Juan, tu siempre tan halagador –respondía ruborizada la coqueta
anciana. –Claro que me acuerdo de tu promesa, tonto… ¡pero mira que hacerlo con
este tiempo! Ains –prosiguió Adela con dicho suspiro.
–Sabes
que soy hombre de palabra mi bella Adela. Y no importa el tiempo que haga para
volver a ver tu tierno rostro que con el paso de los años ha ganado en más
belleza si cabe –proseguía Juan con sus característicos halagos.
Estuvieron gran parte de la noche
hablando del pasado, de las cosas que vivieron juntos, mientras sus miradas
nunca dejaban de mirarse intensamente sin importar nada los truenos y relámpagos
que se producían incesantemente. Nada podía quitarlos de sus conversaciones y
de su conjunta alegría y euforia que el reencuentro les hacía sentir. La luz
tintineante del quinqué se volvió poderosa pues inundaba en atmosfera cálida y
acogedora aquel momento de recuerdos. Fue el mejor día en el que se fue la luz
–pensaba Adela. Tras varias horas, Adela interrumpió a Juan que narraba alguna
de sus experiencias vividas:
–Discúlpame
Juan, no sé si es esta edad que ya me abate, o el tiempo, o el té… pero me está
apremiando un sueño del cual me veo imposible evitar sin saber por qué.
–Por
favor, Adela, no te preocupes, no tienes que disculparte. Hagamos una cosa como
antaño era costumbre. Yo te acariciaré la mano mientras tú te vas quedando
dormida en la butaca. –Exhortaba Juan a la anciana.
–Oh,
Juan, es estupendo… que mejor manera de quedarme dormida, aunque prefería
seguir hablando contigo, pero me es imposible, está siendo superior a mí.
Juan sujeto cálidamente la mano a la
anciana mientras ella tras no mucho tiempo quedó profundamente dormida,
mientras él no dejaba acariciarla sintiendo el suave tacto y disfrutándolo hasta
de sus marcadas arrugas. Pero Adela no se durmió. O más bien sí, pero era su
último sueño. Partía hacia el otro lado, cualquiera que haya, con la mejor compañía
de una noche tan agitada. Pues Juan estuvo con ella en su partida, pues esa fue
su promesa. Promesa hecha veinte años atrás. La que realizó en su lecho de
muerte a su amada esposa.
Sí, Juan era su difunto marido y hombre
de palabra. La noche siguió agitada sin parar de llover, pero en el interior de
la casa permanecía un silencio con sabor a amor, acompañada de la mejor de las
luces, la de un viejo quinqué y la del brillar de los ojos de Juan. Cumplió su
promesa, en su totalidad… estaría en su partida para hacerla placentera… y
estaría con ella para toda la eternidad. Nunca una noche tan intempestiva fue
la mejor de las noches para la dulce Adela.
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